La situación que padecen el mundo y nuestro país, revela que cada profesión está obligada a realizar una labor de saneamiento moral, social, cultural, espiritual. Esa labor compete, principalmente, a la universidad, en cuanto taller luminoso de la cultura. Hablar de universidad podría quedar en una pura abstracción. Son los profesores, quienes la constituyen y vivifican, los que con su docencia, su amistad, su palabra y su ejemplo, pueden convencer al mundo de que no sólo tenemos necesidad de tecnología de punta o de infraestructuras de vanguardia sino, sobre todo, de esas realidades humanas que parecen estar en peligro de extinción: honradez, justicia, paz, veracidad, respeto, fraternidad, amor… De todo eso que no saben hacer las máquinas. Todo profesor universitario, cualquiera sea su especialidad, está en óptimas condiciones de orientar su cátedra hacia una pedagogía de la integridad moral. Se trata de no olvidar que educador no es quien transmite un mensaje, sino que todo él es un mensaje; y que la educación no es transmisión de valores, sino valorización de la vida. El trabajo docente en todos los niveles de enseñanza es igualmente encomiable. Y toda educación está obligada a ser siempre optimista: la educabilidad (mejorabilidad, perfectibilidad) del hombre es la gran esperanza de la humanidad. Es verdad que nadie es perfecto, pero todos somos perfectibles, mejorables. Si el hombre no fuera mejorable sería absurdo hablar de educación. Siguen siendo verdad las palabras de González-Simancas: la auténtica educación es el cultivo terco de uno mismo ¡a golpe de libertad!
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Lerma Jasso, H. (2017). EL PROFESOR UNIVERSITARIO. Revista Panamericana de Pedagogía, (24). https://doi.org/10.21555/rpp.v0i24.1699
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